LA GUERRA DE LAS NARANJAS

El pueblo de Madrid, arremolinado ante las puertas del Palacio nuevo, gritaba: «El Príncipe de la Paz se va a la guerra».

Y unas gentes lo decían con sorna preguntándose cómo un general con semejante título podía marcharse ufano y contento a luchar contra Portugal, el país vecino, cuando había ganado la prebenda al firmar un tratado de paz con el otro país vecino, con Francia. Pero los más le aplaudían y le vitoreaban, mientras montado en soberbio alazán y seguido de sus brigadieres, abandonaba Palacio. Y otro tanto hicieron, cuando el hombre del pecho henchido y lleno de condecoraciones, se detuvo delante de su mansión, miró a los balcones y al no ver a su esposa en ninguno de ellos, se apeó del caballo, entróse y llamó a su mujer, a la sazón la condesa de Chinchón, prima hermana del rey Carlos IV que, rebelde pues casó con él a la fuerza, no quería despedirlo ni desearle siquiera parabienes, al parecer. Entonces la gente jaleó.

El bravo general, ya con el empleo de generalísimo desde que lo inventara para él la reina María Luisa la tarde anterior (la augusta dama resultaba muy artista para encontrarle títulos a don Manuel Godoy —tal sostenían los maledicentes—) llamó desde el zaguán a doña María Teresa de Borbón que esta vez se presentó sumisa ante el «hidalgo de gotera», como solía llamarle, se inclinó graciosamente y consintió que le besara la mano arrodillado en el suelo; por el qué dirán, porque había mucha gente mirando. Eso sí, luego se comentaría que no salió una palabra de su boca ni para decirle adiós ni que se cuidara de los terremotos que, no ha mucho, asolaron Lisboa y podían repetirse. Así se comportó la condesa con el Generalísimo, su esposo, y eso que la Reina, sin que fuera su marido, lo había despedido con lágrimas en los ojos y agitando un pañuelo de organza hasta que desapareció a lo lejos la comitiva del Presidente del Gabinete.

Todavía no se hizo al camino el general. El pueblo de Madrid lo seguía, pese a que los jinetes hacían trotear a los caballos, y veía como don Manuel Godoy paraba a la puerta de la casa de Pepita Tudó, su barragana, y cómo la susodicha lo despedía con otro talante muy diferente al que le mostrara su esposa legítima, y hasta luego se dijo que la Tudó se ofreció a ir a la guerra con su amante para alegrarle las largas noches de la campaña. Lo que no extrañó a nadie, pues la Tudó por mucho que hubiera prosperado había salido del arroyo y era una cantinera más.

Y no terminó allí el recorrido por las calles de Madrid del señor Godoy y sus hombres, no. La siguiente parada sorprendió a todo el personal, pues tuvo lugar en la calle del Desengaño, número 1, es decir en la casa de don Francisco de Goya, el pintor de Su Majestad.

El maestro Goya recibió al general en la puerta, muy sonriente y afable, él, precisamente, que era más bien brutote. A su lado doña Pepa, su buena esposa, presentándole la mano al señor ministro y éste besándosela e inclinándose ante la dueña.

Y en esto llegó una lujosa calesa, y unos criados sacaron de la casa varios baúles de aparato y los acomodaron en el coche. El pintor se despidió de su mujer con un beso en la mejilla y de su hijo con un fuerte apretón de manos. Antes de montar, hizo un aparte con el Generalísimo y ya entró, se instaló y dijo adiós con la mano.

Después se conoció todo y se comentó ampliamente en la Villa y Corte: don Manuel Godoy se llevaba a la guerra a don Francisco de Goya para que hiciera de cronista; un cronista singular, un pintor, que no había de escribir de sus glorias sino dejar constancia de ellas en lienzos para la posterioridad. Y abonaba por ello la enorme suma de 300.000 reales de vellón, lo que valía una casa en Madrid, y, además, pagaba contento pues era el primer general del mundo y de la historia que marchaba a la batalla con un pintor. Lo que venía a decir que la idea de llevar a la guerra a un artista de los pinceles no se le había ocurrido ni al gran Alejandro, ni a Aníbal, ni a Julio César, ni a Napoleón que, según decía el último correo, acababa de atravesar el Gran San Bernardo con sus trenes de artillería. Y medio millón que hubiera pedido el señor de Goya, Godoy se lo hubiera dado pues que el hecho sería conocido en todas las Cortes de Europa.

En el planillo de la Casa de las Pozas y en la Casa de Campo hasta la Puerta del Batán esperaban 80.000 hombres. 60.000 españoles y 20.000 franceses, todos apretados.

El generalísimo Godoy saludó al ciudadano general Gouvion Saint Cyr, Ambos pasaron revista a las tropas y, luego, pidieron desayunar, para hacer tiempo no fuera que el correo que partiera la tarde anterior con la declaración de guerra llegara después que ellos.

Pasado medio día el ejército inició la marcha, después de que Godoy planeara estrategias con sus generales y coroneles, y discutiera con Saint Cyr, pues éste, que nada sabía del terreno, quería invadir Portugal por Ciudad Rodrigo, cuando el Generalísimo sostuvo, con mucha razón, que el camino más corto entre dos puntos es la línea recta, y no admitió la sugerencia del gabacho sino que tomó el camino real de Extremadura, su tierra natal, si lo conocería bien.

En Madrid, los habitantes que habían visto salir al Generalísimo y los que no lo habían visto salir, se hacían lenguas. ¿Cómo se aliaba el Rey con los franceses si poco antes les había hecho la guerra? Por supuesto, que la alianza con los vecinos del norte y la consiguiente invasión de Portugal tenía por objeto aislar a Inglaterra, por supuesto. Pero ¿cómo don Carlos IV optaba por despojar del trono lusitano a su hija, la infanta Carlota Joaquina, que era la esposa del regente, de don Juan IV, regente porque la reina doña María da Gloria había caído en la taciturnidad y no podía gobernar? ¿Acaso porque el cónsul Bonaparte había creado el reino de Etruria para otra hija del Rey, para María Luisa? ¿Es que los Reinos ya no los daba Dios? ¿Los daba y los quitaba Bonaparte? ¿Qué diría doña Carlota? Se enojaría, seguro. ¿Qué era aquello de uno te doy uno te quito? En efecto, todo quedaba en familia... No obstante, el rey Carlos no había sabido o no había querido oponerse a Napoleón... «¿No quiere?». «¡No sabe!». «¡No ha sabido plantarle cara a su mujer, que lo lleva como a un dominguillo, para atreverse con el Primer Cónsul!». «¡A un sujeto de tal calaña que hizo prisionero a Su Santidad, Pío VI, y lo mató a disgustos!...»

Y se oían otros comentarios.

Abrían la marcha del inmenso ejército hispano-francés: Godoy y Saint Cyr con sus ayudantes. Godoy mandaba el Cuerpo de Extremadura y era general en jefe; el marqués de San Simón el Cuerpo de Galicia, e Iturrigaray el Cuerpo de Ayamonte. Por parte española: regimientos de dragones, húsares, granaderos, de caballería pesada y de artillería ligera, más una compañía de ingenieros y dos batallones de zapadores y pontoneros, no fuera que los lusos volaran los puentes del Guadiana. Por la parte francesa, un buen número de soldados de los que lucharon en la ciudad santa de El Cairo contra los mamelucos, y otros cuerpos muy bien pertrechados de artillería volante... Todos con sus vistosos uniformes... Y, dividiendo el ejército en dos, la calesa del señor de Goya... Y ya, en la retaguardia, los carros con la impedimenta y los figones y, más atrás, varias compañías de húsares en perfecta alineación y, más atrás, cerrando la marcha, una multitud de cantineras sin guardar ninguna formación.

Así se iba a la guerra el Príncipe de la Paz.

Ante tanto aparato, las gentes salían a los caminos y echaban vivas al rey Carlos y al general Godoy, Y, amén de admirarse de tanta disposición, lo que más les llamaba la atención era que el ejército marchaba dividido en dos partes y que entrambas había una calesa con un hombre que llevaba un cuaderno y un lapicero; y casi pegado a ella un armón de artillería tirado por sendas mulas con un diván sobre él, y sobre el diván otro hombre, que a señales del de la calesa adoptaba diferentes posiciones sobre el mueble, que si a izquierda o a derecha, que sí tumbado. Y el de la calesa gritaba: «¡Para aquí, para allá, el pecho más erguido!». Y el otro le obedecía, y eso que el vocero no llevaba ninguna condecoración, y el otro muchas, muchísimas, pues que era nada menos que el generalísimo Godoy, que se iba a la guerra a invadir Portugal, de donde saliera tan mal parado el conde-duque de Olivares... ¡Peste de portugueses!

Cierto que los pobladores de las villas, aldeas y lugares salían al camino y se hacían cruces de que el señor Godoy fuera a presentar batalla en semejante guisa y, cuando los soldados les informaban de que el general estaba siendo pintado por el maestro Goya, porque no quiso llevar un cronista convencional que sólo escribiera de sus glorias, las gentes preguntaban quién era el tal maestro y no decían ni que estaba bien ni que estaba mal, murmuraban que eran caprichos de ricos, deseaban malas memorias para los lusos y rápida victoria, y se retiraban confusos, porque nunca habían visto que se fuera a la guerra con pinceles y divanes.

Claro que aquella gente no se detenía cuando era preciso presentar agravios al Generalísimo. Entonces cruzaba entre los dos cuerpos de ejército, se plantaba entre la calesa y el armón, y pedía justicia al del diván por las rapiñas que cometía la tropa al atravesar villas. Y, aún más, por el intento de violación que sufrió una moza de un rabal de Talavera, que porque salieron ellos, los presentes, con trabucos, palos y escobas, que si no desgracian a la moza para siempre.

Entonces el generalísimo Godoy interrumpía la pintura, se levantaba del diván, escuchaba a los agraviados, les apretaba la mano y los enviaba al corregidor más cercano con una carta de recomendación, que le escribía cualquiera de sus capitanes, de los que le rodeaban, riñendo entre ellos por sostener el diván; y, después enviaba a otro ayudante a investigar qué pelotón de soldados había intentado violar a la moza, o robado un cordero o un jamón en una casa de bien. Y, es más, para dejarlos contentos les daba de beber vino de un boto.

Mientras el señor de Goya realizaba múltiples bocetos: el Generalísimo con sus capitanes, con Saint Cyr que se acercaba a preguntarle alguna cosa, a ver qué se cocía, en realidad, a husmear; con el padre de la muchacha del rabal de Talavera, con el amo del jamón, o con el alcalde de algún pueblo que iba a pedir esto o aquello.

De tanto en tanto, Godoy y el general francés arengaban a sus tropas y prohibían robar en las casas, hacer carreras a caballo por los campos sembrados, coger fruta de los árboles y hasta chistar a las mozas, porque para eso llevaban detrás del ejército numerosas cantineras, personal más que suficiente para acallar el ardor genital de todos los soldados. Después de la arenga que siempre terminaba en lo mismo, en las cantineras, Saint Cyr hablaba a Godoy de una tal Madelón, una cantinera muy famosa, que seguía a los ejércitos de Napoleón.

Pero el Generalísimo no le atendía, tornaba al diván. El maestro Goya tomaba el carboncillo y volvía a su tarea, consciente de que con tamaña paga no podía abandonar su labor ni por un instante. Otra cosa es que se la hicieran dejar a cada momento por lo ya explicado o semejo, o por algo muy disímil e inesperado, pues que antes de pasar el río Tajo se presentó una embajada del rey de Portugal con carta de rendición y aceptando cerrar sus puertos a la flota inglesa.

Godoy llamó a sus generales a consejo, a San Simón e Iturrigaray, y al francés. Todos, después de mucho discutir, convinieron en continuar la marcha hacia el país de los lusos, no fuera que ahora dijeran que sí, que se rendían, y apenas volvieran grupas los caballos, pensaran lo contrario y los atacaran por la retaguardia.

Continuaron pues con el ejército dividido en dos, ahora por tres carretas, pues al armón de Godoy y a la calesa de Goya se unió la berlina de los embajadores de Portugal. El retratista y el retratado siguieron en su tarea.

Las fuerzas hispano-francesas llegaron hasta la plaza fuerte de Olivenza, y la conquistaron —desde entonces pertenece a la Corona de España y constituye una espina para Portugal—, después de una resistencia mínima, pues apenas cruzaron varios tiros de mosquete.

El Generalísimo ocupó la villa. Los soldados ofrecieron a Godoy dos ramos de naranjas, de las que crecían en los árboles del foso. Éste se apresuró a enviarlos a la reina María Luisa con un correo, que también llevaba las buenas nuevas. Y ya se entró a descansar en el alcázar.

El señor de Goya tomó boceto de todos los sucesos, hasta del episodio de las naranjas y, como el resto de los invasores, criticó el hecho de que don Manuel hubiera enviado los dos ramos, los dos, a la Reina, cuando debió remitir uno de ellos a su esposa, a la excelentísima señora condesa de Chinchón, como hubiera sido preceptivo.

En Madrid también se hizo el mismo comentario y circularon cartas ciegas sobre el asunto. Los maliciosos se preguntaron si las naranjas serían amargas. Pero no, resultaron dulces como la miel para la Reina, que se las comió ella sola sin compartirlas con nadie, y para el resto de la población también, pues la mayoría se holgó con la victoria y participó en las fiestas que la celebraron. Los envidiosos y lenguaraces sostuvieron que Godoy no hizo nada salvo dejarse pintar sobre un diván por el maestro Goya, pero fueron acallados porque en aquella ocasión nada ni nadie podía restar méritos a don Manuel, que conquistó Olivenza, recorrió el Alentejo y se llegó hasta Elvas. Amén de que todavía hizo menos el general portugués, el ancianísimo duque Lafoens, que no bajó de su litera durante los días que duró la guerra.

Don Manuel Godoy quedó muy satisfecho del retrato que le hizo el señor de Goya cuando le presentó un lienzo terminado, o casi acabado, pues el maestro sólo tuvo que dar unas pinceladas en la guerrera de Saint Cyr, que figuraba como si hubiera estado sosteniendo el diván del Generalísimo. Y también se complugo con los muchos bocetos y apuntes del imponente ejército que le entregó el aragonés.

El Príncipe de la Paz pudo presumir, y lo hizo, de que Isabey, Gros y David, los pintores del Primer Cónsul, retrataban a Napoleón a posteriori, no del natural. No mientras marchaba al frente del ejército ni menos cuando andaba en plena batalla. El maestro Goya se rió con él de la cara que pondría el ciudadano Bonaparte cuando conociera el asunto.